jueves, 25 de octubre de 2012

Historia La Dama y el Vagabundo

DATOS


Título: La Dama y el Vagabundo (Aequilibrium) (2012).
Autor: Ismael González.
Género: Fantasía épica.
Núm. Páginas: 6 disponibles (total 326).
Tipo: Capítulo 3.
Descarga: Aquí.
Web Autor: Aequilibrium.






HISTORIA
Capítulo 3
La Dama y el Vagabundo
El capitán Daniel Carlaen avanzaba con paso firme recorriendo el patio de armas del castillo de Rhomuan. Era casi mediodía, y sus hombres reflejaban el cansancio en los rostros; invadía la plaza el entrechocar de las armas, los gritos de severos tutores y el rumor de la rutina diaria.

—La postura no es la correcta, Vigan. —Recogió la espada sin filo del muchacho, que se le había caído al suelo, y el joven escudero lo observó con respeto mientras se hacía a un lado para no molestar a su capitán—. Prueba así.

Levantó el arma asiéndola con las dos manos, con seguridad, y buscó el punto de equilibrio más cómodo y estable. Su rival estaba preparado, y así se lo hizo saber.

Dio un paso rápido hacia delante, demasiado para el confiado tutor, y atacó con una estocada directa que topó con una torpe parada por respuesta. Desplazó el peso de su cuerpo, como dudando un momento, aunque no engañó a su oponente; la espada cortó el aire, pero el escudo la detuvo. Completó entonces una nueva finta, media vuelta y un cuarto más, y lanzó una patada a la rodilla del contrario, que cayó al suelo con la sorpresa en sus ojos.

—Hay que cumplir el código. —Devolvió la espada al escudero—. Pero usar el engaño puede darnos una rápida victoria, así que recordad: nuestro deber es defender la ciudad en vida, que no presumir de honor en la muerte.

Continuó su paseo por el patio de armas fijándose en cada parada, en cada movimiento de pies, en los giros y estocadas.

El cielo estaba cubierto de nubes, sin embargo, el calor era agobiante y notaba el sudor bajo las ropas y la cota de malla. Alzó la mano hacia la torre del vigilante tras ver a una comitiva de sirvientes avanzando hacia el comedor por uno de los laterales techados del patio. Dos veces sonó el tañido de la campana, y caballeros y escuderos formaron en columna de a cinco; al fondo estaban los escuderos, más cargados que sus tutores ya ordenados y, por supuesto, también más exhaustos. Todos se cuadraron firmes, pero algunos a destiempo.

—¡Repetid! —Carlaen esperó. De nuevo se escuchó en el recinto el ruido de los pertrechos; los escudos pegados a la izquierda del cuerpo, y la punta de la espada, inmóvil, a centímetros del suelo. Casi se movieron al unísono esa vez, pero para Daniel, «casi», no era suficiente.
—¡Otra vez! —Los escudos volaron a un lado, las espadas al otro. Las filas e hileras cuadraron entre sí a la perfección durante la ejecución de los dos tiempos en los que se dividía el movimiento.

El capitán avanzó liderando la formación, que parecía moverse como una serpiente de gigantescas proporciones, y torció a la izquierda frente a las grandes puertas principales. En uno de los pasillos laterales, los funcionarios del conde que se encontraban esperando, se movieron hacia el lado opuesto del acceso al comedor dejándoles espacio. Alzó un puño por encima de su cabeza y todos los hombres se detuvieron al instante.

—¡Formación en columna de a dos! ¡Prepárense para la comida! ¡A media tarde, instrucción a caballo! ¡Descansen!

Los hombres se relajaron, pero sabía que no romperían la formación hasta que él abandonase la zona; echarían a correr en busca del baño deseado, volverían a toda prisa, y esperarían al beneplácito de la encargada de cocinas para poder entrar y saciar el hambre.

Se dirigió al otro lado del patio, pasó bajo un arco de piedra, y se metió en un pasillo poco iluminado. Giró a la derecha en la primera bifurcación, dejó atrás varias puertas laterales, y siguió caminando unos metros antes de volver a girar a la derecha. Al fondo de aquel pasillo, de menos longitud que el anterior, había una puerta a mano izquierda con un enorme grabado: un caballo de guerra rhomuano. De la bota sacó un pequeño juego de tres llaves, seleccionó una de ellas al tacto y la introdujo en la cerradura. Se escuchó el sonido producido por el sencillo mecanismo, empujó la puerta y entró en sus aposentos.

Dejó la espada envainada, el cinto y la cota en el perchero de madera; ya tendría tiempo de ocuparse del mantenimiento del equipo.

Se sacó la ropa empezando por las botas, que volaron a baja altura, y una de ellas impactó contra la pared. Sujetó la camisa por la parte baja y tiró hacia arriba dejando al descubierto una musculosa espalda llena de cicatrices, recuerdos de un pasado del que no se sentía demasiado orgulloso, y con ella se quitó el sudor de la cara y el pelo antes de lanzarla al suelo. Los pantalones se pegaban a las piernas, pero tras varias maniobras y una certera patada, acabaron en la esquina.
«Organizaré más tarde».

Cerca de una de las paredes se encontraba la bañera de latón; la llenó con unos cubos de agua fría que había preparado por la mañana, y se metió en ella sin ningún tipo de miramiento. Sus músculos se tensaron a causa del frío. Al rato se fijó en su propio reflejo, que lo miraba desde abajo con el ceño fruncido, y comprobó que en su corto pelo negro empezaban a destacar las canas. No se sentía viejo, pero cosas como esa le hacían pensar que lo era.

Se lavó a conciencia, después se recostó con la mirada perdida más allá de la piedra del techo, y pensó en todo lo que había logrado en su vida y también en lo que no. Aguantó la respiración y se sumergió; le dio la sensación de que el mundo se había quedado mudo, solo escuchaba los latidos de su corazón. Abrió los ojos debajo del agua, se acercó una mano a la cara y la encontró extraña; agitó la superficie, y vio como la realidad se deformaba de manera imposible para luego regresar a la normalidad. Emergió de golpe con los ojos cerrados, respiró profundamente, y adjudicó sabores al aire que inundaba sus pulmones a través de la boca abierta.

Alguien golpeó la puerta tres veces a modo de llamada, aunque no muy fuerte.
—Vuestra comida está lista, capitán… ¿Os encontráis ahí?
«Ella».
La suya era una voz dulce, melódica y suave; si existían las sirenas de los cuentos, los marineros que caían en su embrujo auditivo experimentarían la misma sensación que Daniel experimentaba ahora mismo.
—Sí —dijo al cabo—. Enseguida abro la puerta. Permíteme un momento, por favor.

Una considerable cantidad de agua mojó el suelo cuando salió de la bañera a toda prisa, alcanzó unos pantalones limpios del arcón, a los pies de la cama, y se tomó un segundo para respirar hondo y calmarse. Había tomado parte en numerosas batallas, había sentido miedo en ocasiones y escapado del frío abrazo de la muerte en otras tantas y, sin embargo, ahí estaba él, intentando no sonrojarse. «Imbécil», pensó. No deseaba hacerla esperar, así que una vez puestos los pantalones, descalzo y con el torso desnudo, abrió la puerta.

La joven no era muy alta, pero a Daniel siempre le había parecido que su belleza compensaba ese insignificante detalle. El pelo, del color de la miel, lo llevaba recogido en una sencilla coleta que le caía por encima del hombro hasta acariciar la redondez de uno de sus pechos, que se intuía bajo la ropa. Vestía con el atuendo clásico de los sirvientes del castillo de Rhomuan y de la mayor parte de Eradia —falda azul claro y camisa blanca con volantes—, y sujetaba bajo el brazo izquierdo una bandeja en la que transportaba cubiertos, un plato con algún tipo de guiso y una pequeña jarra de agua fresca. Apoyaba la mano libre en su delgada cintura, en una postura que podría considerarse igual de descarada que la sonrisa que lucía en ese momento.
«Parece una reina, no una sirvienta».

—Discúlpame, por favor, estaba dándome un baño —dijo él—. Adelante, Jennifer.
—No tiene que disculparse, capitán Carlaen. —Jennifer entró en la habitación, y dejó la bandeja sobre una modesta mesa de madera—. Dejaré esto aquí mismo, y cuando regrese a sus obligaciones me encargaré de recoger. Espero que no le importe, ya sé que a usted no le gusta que nadie se encargue de sus cosas.

Daniel cerró la puerta despacio, pues todavía no quería dejarla salir de la habitación. Pensó en lo joven y hermosa que era, y en que no podía controlarse. Estaban muy cerca el uno del otro, pero no lo suficiente para él. Avanzó unos pasos más, de manera pausada, pero firme, sin vacilar. Ella no se movió de donde estaba y, a menos de un paso de distancia, tuvo que alzar la vista para poder mirarlo a los ojos.

—¿Necesita algo más, capitán?
—Eres preciosa, Jennifer —dijo Daniel, susurrándole al oído.
—Muchas gracias, pero he de irme… Tengo trabajo que hacer.
—¿No puede esperar?
—Me temo que no, capitán. —Apartó la vista, parecía intimidada—. Debo irme, de verdad.
«Tengo la ligera impresión de que esta pobre chica de diecisiete años quiere jugar con el hombre de treinta y cinco», pensó al ver como trataba de ignorarlo.
Ella intentó bordear al caballero con la intención de dirigirse hacia la puerta.
—¡No te vayas! —Se giró con rapidez y la agarró del brazo; no apretó con demasiada fuerza, pero logró detenerla.

Jennifer se dio la vuelta y de repente levantó la otra mano para propinarle una bofetada; él cerró los ojos, aguantaría con estoicismo su reacción.
«No será capaz».

Notó la suave mano de la joven acariciándole el rostro, deslizándose pausada hasta llegar al pecho desnudo, y cuando abrió los ojos vio en los suyos la burla y el amor; había sido una de esas obras de teatro que en algunas ocasiones aún le sorprendían, y que en todas le encantaban. Ella acercó su cuerpo al suyo, se deshizo de la presa, y guio las manos del caballero en pos de su cintura.

Sus labios se encontraron y, jugando, los dedos de ella se perdieron entre los negros cabellos de él.

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1 comentario:

Betta Real dijo...

Parece interesante, le daré una oportunidad al libro aprovechando que esta en descarga gratuita :) después de todo siempre es bueno conocer nuevos autores.