Título: Cuentos para Amélie (2011).
Autor: MeryC (María De Jesús Coda).
Género: Realista.
Núm. Páginas: 9 disponibles (total 86).
Tipo: Prólogo y primer capítulo.
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Web Autor: Cuentos para Amélie.
Mendo es un adolescente agobiado por la situación que vive en casa. Sus padres han dejado de hablarse y el silencio ha conquistado cada rincón. Un día de abril, conoce, en mitad de un aguacero, a su nueva vecina: Amélie. Aunque no empiezan con buen pie, Mendo hará todo lo posible por remendar su error y ganarse la amistad de la chica, escribiéndole cuentos.
Prólogo
Ayer, después de un par de meses sin tener noticias suyas, recibí un e-mail de Amélie. Me alegró saber que la vida la trataba con cariño, pues nunca conocí a nadie que mereciese más felicidad que ella.
Amélie había adjuntado al correo electrónico una foto en la que aparecía ella, sonriente, con alguna que otra arruga incipiente propia de la edad. A su derecha se encontraba Manech, su marido. El chico de la izquierda era el más joven de la foto, su hijo de veinte años.
La fotografía me hizo recordar. En mi mente se agolparon los momentos que compartí con Amélie y noté cómo me ponía nostálgico al pensar en ello. Yo siempre fui un tipo reservado hasta que apareció ella, con su acento francés y su habitación siempre oliendo a pintura, aguardando impaciente nuestros encuentros para escuchar mis aventuras. Viajábamos a lugares imposibles cargados de magia que, al aterrizar de nuevo nosotros en el mundo real, hacían que nuestros días pareciesen menos complicados, más fáciles de afrontar.
Por todas estas cosas he decidido recopilar los cuentos y los meses que compartimos. Será un regalo para ella. Después, si me lo permite, intentaré que el resto del mundo conozca esta novela que me dispongo a relatar.
He aquí su historia. Nuestra historia. Instantes de nuestras vidas robados al tiempo.
Capítulo 1
Historias de amor enjauladas
Conocí a Amélie empapado de lluvia.
Aquella mañana de abril se presentó con un sol tímido rodeado de nubes grises. Aún así, dejé el paraguas en casa y fui al instituto con la esperanza de que el chaparrón aguantase hasta la tarde. La experiencia debió avisarme tanto como lo hizo mi madre, pero yo no le hice caso a ninguna de las dos y así acabé, empapado.
La lluvia comenzó a caer durante la última clase. No podía verla, porque me sentaba alejado de la ventana, pero sí oírla. Y cada vez era más fuerte. Tanto, que se hacía difícil escuchar el sermón sobre Selectividad que nuestra profesora de latín no olvidaba nunca darnos cada principio de semana. Lo cierto es que no me sorprendió nada que la lluvia acallase su perorata. Jamás en mi vida había escuchado voz tan débil. Seguro que mis compañeros de la última fila debían pasarlo realmente mal cuando querían prestar atención.
Deambulando por mis pensamientos, el timbre que anunciaba el final del día escolar comenzó a hacer eco en todo el recinto. Recogí mis cosas lo más lento que pude, haciendo tiempo por si a la lluvia le daba por desaparecer. Lógicamente, no lo hizo y, como había sido uno de los últimos en abandonar el instituto, no pude encontrar a nadie que viviese cerca de mi casa que se ofreciese a refugiarme bajo su paraguas. Maldije y salí a todo correr de allí.
Aunque mi casa no estaba demasiado lejos del instituto, cuando llegué a mi calle, con la respiración entrecortada por la carrera, tenía toda la ropa mojada y el pelo pegado a la frente, además de unas cuantas gotas jugando a las carreras en mi nariz y mis mejillas. Por no hablar de los calcetines calados, que me helaban los pies.
Fue entonces cuando la vi.
Se trataba de una chica de unos quince o dieciséis años, pequeña. Y cuando digo pequeña quiero decir que era realmente pequeña. Yo nunca he llegado a alcanzar el metro setenta, por lo que no era muy complicado encontrar chicas que me superasen en altura, pero a ella le sacaba, al menos, una cabeza. Estaba tan mojada como yo y también tenía el cabello pegado al rostro. Éste era de color negro, como el mío, y lo llevaba como las pelucas de los antiguos egipcios: largo hasta los hombros, muy recto y con un flequillo que igualmente parecía cortado a escuadra y cartabón. Llevaba bolsas de la compra sujetas en los brazos, al tiempo que, con una mano, sacaba del bolsillo de sus pantalones un manojo de llaves. No se percató de mi presencia hasta que las llaves se les resbalaron de las manos y yo me agaché para recogerlas. Me levanté y se las tendí con una sonrisa. Ella me miró agradecida con unos grandes ojos marrones.
-Merci –dijo-. Quiero decir, gracias.
-¿Eres francesa? –pregunté, sorprendido al escuchar un perfecto acento francés salir de sus labios. La chica asintió-. Mi madre es francesa.
No sé por qué dije aquello, como si a una completa desconocida le importase que mi madre fuese francesa. Seguramente lo comenté porque sus ojos me recordaron a los de Audrey Hepburn, esa actriz que tanto le gustaba a mamá.
La lluvia no dejaba de caer con fuerza y yo comenzaba a temer que el nuevo diluvio universal nos ahogara de un momento a otro. Por suerte, la chica se apresuró en abrir el portal.
Entramos atropelladamente al interior del edificio.
Instintivamente, me miré de arriba abajo. Estaba calado hasta el dobladillo. Sólo esperaba no coger una gripe.
Seguí a mi nueva vecina hasta el ascensor. Ella estaba dejando las bolsas en el suelo cuando llegué a su lado. Los dos quisimos pulsar el botón al mismo tiempo y nuestros dedos chocaron en el aire. Nos miramos y sonreímos divertidos. Al final, acabé pulsando yo el botón.
-Eres la nueva vecina del tercero, supongo –dije, mientras esperábamos a que el ascensor llegase.
-Así es –contestó ella. Se apreciaba el acento francés en sus palabras, pero sabía pronunciar el español con claridad y soltura. Se notaba cómoda hablándolo.
-Yo soy Mendo –me presenté-. Tu vecino del quinto.
La chica me miró directamente a los ojos y me ofreció su mano para estrechársela. Nos apretamos las manos, ya casi secas, con educación.
-Un placer. Mi nombre es Amélie –se presentó ella, sin apartar sus ojos de los míos. Parpadeó y una gota saltó de sus pestañas de arriba a las de abajo.
-El placer es mío –dije, intentando que no se me escapase una risa tonta. ¿Qué chica de mi edad hablaba como salida de una película victoriana?
El ascensor se abrió ante nosotros y el espejo nos mostró nuestros empapados reflejos. Mis ojos celestes delataban la diversión que yo no dejaba salir de mi boca. Miré de refilón la imagen de Amélie por si ella también lo había notado. A mi lado se veía más pequeña aún, aunque también debía ser culpa del chaquetón tan grande que llevaba, que la hacía parecer más bajita de lo que realmente era. No noté molestia en su rostro, aunque se agachó muy rápidamente para recoger las bolsas y no pude fijarme del todo bien. Por si acaso, decidí ayudar a la chica con la compra. Antes de coger una de las bolsas, Amélie ya me lo había agradecido.
-Deberías haber esperado a que escampase –le aconsejé.
-Esperé –me contó-, pero la lluvia no dejaba de caer.
Nos metimos en el ascensor y dejamos la compra en el suelo. Pulsé el botón del tercero y el del quinto.
-Gracias –dijo una vez más.
-No hay de qué –contesté, asombrado cada vez más de su inusual educación.
No podía dejar de mirarla. Con cuidado de que no me pillase, por supuesto. Jamás en mi vida había conocido a una chica así. Y no creo que el hecho de ser francesa influyese en esa manera de ser tan salida de otra época. Amélie se quitó los mechones de pelo mojado del rostro y luego se bajó la cremallera de su abrigo. Cuando se desabrochó el chaquetón, mis ojos se abrieron como platos y no logré reprimir un Guau de asombro. Al instante, me tapé la boca en un gesto instintivo, pero ya era demasiado tarde. Amélie me miró con desprecio y decepción. Y yo me sentí despreciable y decepcionado de mí mismo. Quise disculparme, pero el ascensor se paró justo en aquel instante y ella se inclinó para recoger las bolsas de plástico a todo correr. Yo intenté ayudarla nuevamente, pero me lanzó una mirada que me dejó paralizado en el sitio.
Amélie salió del ascensor y, sin mirarme, se despidió de mí diciendo:
-Que tengas un buen día.
Las puertas del ascensor se cerraron y yo me quedé como un completo imbécil. “Deberías haberte disculpado, deberías haberte disculpado”, no paraba de repetirme.
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